Roque Dalton: Profeta ni martir

Por Carlos Velis

"Y es posible que esté tirando patadas en su tumba clandestina, atracado de risa. Él, que fue un iconoclasta. El más antisolemne de los escritores, ha sido elevado a los altares del pueblo. Esa fue una manera muy roquiana de burlarse de la muerte, de los que la ordenaron, los que dispararon y de todos los que, secreta o abiertamente, la aplaudieron".

 

Un amigo que vivía en el barrio San Miguelito, al norte de la capital, me cuenta que, por la década de los cuarentas, él, con otros niños, iban al inicio de la calle 5 de Noviembre, aún de tierra, donde estaba la tienda Royal para ver por la ventana a Roque Dalton, un adolescente que declamaba poesía en voz alta, mientras se movía dramáticamente por su habitación.

 

La sociedad salvadoreña de ese tiempo aún no despertaba del sopor decimonónico. Aletargaba en el provincianismo heredado de la Colonia, sumida en supersticiones y un implacable control social. El “qué dirán” y, por consiguiente, su hermana gemela, la simulación, eran reglas inquebrantables de la dictadura de las comadres. En ese ambiente, un chico de escasa estatura, flaco y con una voz muy inmadura, más bien algo chillante, que declamaba poemas en voz alta, habrá sido muy fuera de orden, tanto como para llamar la atención de otros niños del barrio. Y para colmo, vale decirlo, hijo “natural”. Ahora nos da risa esa clasificación, pero en aquel entonces, por ridículo que parezca, era suficiente para determinar el papel social de una persona. Trece años de férrea dictadura de Hernández Martínez, el Brujo, habían marchamado al pueblo con el militarismo y la intolerancia. Fuentes ambas de sectarismo y violencia que perviven hasta la fecha.

   

Cuando viaja a Chile, se va como un joven católico y regresa como un comunista. Dejando de lado la balandronada de Diego Rivera, era un salto de calidad, de suyo una actitud desafiante hacia la sociedad tan cerrada que, desde ese momento, lo segregaría del mundo de los privilegiados. Habría que esperar si eventualmente entraría en “razón”, como lo hicieron los intelectuales antimartinistas, verbigracia, el inefable Julio Fausto Fernández (Del materialismo marxista al realismo cristiano). Sin embargo, algo estaba cambiando a fondo en el país y el viaje ideológico que emprendió Roque no tenía retorno. 

 

Los años sesentas, ven surgir una ciudad que crece sin control. Nacen las nuevas colonias, la Escalón y la San Benito, al poniente, la Monpegón al norte, la Ciudad Universitaria, etc. Los jesuitas fundan su universidad, enriqueciendo la elaboración de pensamiento y, por consiguiente, la conciencia social de los salvadoreños.

 

En cuanto al arte, el rompimiento con el pasado es total, evolucionando del costumbrismo a las nuevas corrientes (y no tan nuevas, pero desconocidas hasta ese momento). Pero tal vez fue en la literatura donde se evidencia más drásticamente el cambio. En la dramaturgia, de los títulos Yo quiero ser diputado, Zacate pa’l macho, Pero también los indios tienen corazón, se pasa a las audaces plumas juveniles, Luz negra, Las manos vencidas, Funeral Home, con temas existenciales y experimentando con la estética del absurdo; Anastasio Rey y Los ataúdes, de denuncia social. En la narrativa, el Libro del Trópico, Jaraguá y La muerte de la tórtola, ceden el camino a Justicia señor gobernador, obra de reflexión social y filosófica y a los cuentos de José María Méndez, humor urbano y de crítica social. En poesía, pasa, de Jícaras tristes, a la obra de Pedro Geoffroy Rivas, precursos y maestro de la Generación Comprometida. Un hombre de pensamiento muy claro y audaz, que ya había roto con los marcos estrechos del provincianismo y se había atrevido a escribir sobre el tema indígena precolombino, lo que no se ajustaba a los ideales del sistema imperante.

 

Clementina Suárez funda la primera galería de arte en San Salvador y abre su espacio para jóvenes pintores que regresaban de estudiar en Europa y traían las nuevas corrientes estéticas, incomprensibles para la gente de la época. Organiza tertulias con artistas e intelectuales, cosa raramente vista en aquellos años. Roque lo describe en El party.

 

Para un joven como Roque, con la personalidad tan expansiva, con tantas ganas de vivir, además de una sensibilidad social tan a flor de piel, abrazar una utopía, era algo así como inevitable, aunque tampoco tenía alma de fakir. Su vida podría ponerse en palabras de Salarrué: “Fue un racimo de juventud. Amó la vida a plenitud y la vivió a raudales”. Su pluma fluye hacia formas inéditas, experimenta con el sublime gay saber; disciplina, por lo demás, muy difícil de transgredir. Eso lo coloca al nivel de Darío, al revolucionar la ciencia del verso; el vate nicaragüense con su verso alejandrino y Roque, con su verso libre, audaz y de imágenes iconoclastas. En sus poemas se ve con claridad meridiana su compromiso con la literatura, al elevar sus versos a verdaderas alturas. De la misma forma que vivía su vida al límite, sus versos también iban al límite. No hace concesiones fáciles a la estética socialista, pero por otro lado, su existencialismo es alegre, despreocupado, optimista.

 

A mi juicio, el verdadero aporte de Roque para la evolución del pensamiento político de El Salvador, no es la Monografía, llena de inexactitudes y concesiones a la línea del PC, sino su rompimiento directo con los pensadores del pasado, que estaban en un pedestal, como Francisco Gavidia y Alberto Masferrer, así como su estética francamente urbana y experimental. Justo es reconocer que esta tarea, ya la habían comenzado Geoffroy Rivas y los iniciadores de la Generación Comprometida.

 

El comunismo era, en aquel entonces, en El Salvador, un eco de la lejanía, el “fantasma” que recorría toda Europa, en fin, una ilusión. Los viejos intelectuales anquilosados, entregados a la oligarquía, los plumíferos de turno, lo atacaban; mientras que Pedro Geoffroy era comunista. Entonces, tenía que ser bueno. La dictadura de Stalin era muy bien asimilada por nuestros jóvenes, nacidos en la mordaza martinista. El comunismo salvadoreño era verticalista y dogmático.

 

Entonces, asalta la gran pregunta: ¿Qué blip tenía en común Roque con ese partido? Sobre todo dirigido por personas como Carpio, autoritarias a ultranza. De esa manera, comenzó una situación de estira y afloja entre la personalidad expansiva de Roque y las reglas rígidas del PC. Dentro de él, provocaba una contradicción, misma que se ve reflejada en su novela póstuma Pobrecito poeta que era yo. Pero es de rigor reconocer que su personalidad, en las filas del partido, complicaba el trabajo clandestino, ya que la situación de represión era real y justificaba las reglas de seguridad, las que a su vez, Roque quebrantaba, por pasar un rato ameno con sus amigos escritores y disfrutar de las delicias culinarias del centro de la capital. En otras palabras, por irse de chupa con sus cheros a la Praviana. Esa necesidad de una buena tertulia como potenciadora del talento creador (en su caso, el genio), sólo es comprendida por los artistas y bohemios. Cómo el creador necesita momentos para si mismo, para su “alma salvaje” a fin de dar vida a sus creaciones, primero en la mente, y luego, en el papel. Y la esencia de Roque era la poesía. Antes que político, antes que comunista, era poeta. Nunca, ni en los peores momentos de su vida, dejó de escribir.

 

Su encanto personal, su carisma, lo hacía el centro de atención de hombres y mujeres. Cultivó amistades para toda la vida. Se cuentan mil anécdotas de él, donde se dibuja un ser excepcional, una figura que brillaba con luz propia. Todo se le perdonaba. Para el trabajo clandestino era un problema y, para el culto a la personalidad de los líderes sacralizados por el partido, que generalmente son figuras sabihondas, aburridas y autoritarias, Roque se volvía su némesis. Un antihéroe. Un peligro a derrotar. De hecho, fue Carpio el primero que sembró en el ERP, la duda sobre la honestidad política de Roque.

 

Cuando regresa clandestino al país, viene en circunstancias muy oscuras. Los cubanos lo envían bajo las órdenes de Alejandro Rivas Mira, el Choco Sebastián, un personaje muy ligado a los movimientos europeos de izquierda radical, en franca oposición al partido comunista de la URSS. La Praviana y los Frijolitos Carlota seguían siendo una gran tentación, pero ya eran otros momentos históricos y la oligarquía no jugaba. De ese periodo en la vida del poeta, se ha escrito poco y mal. Mucho mito. Quedan todavía demasiadas cosas por saber, como por ejemplo, cuáles eran esos acuerdos entre el Choco Sebastián y los cubanos por los que Roque llega al ERP como “asesor de la dirección”.  

 

¿Quién podría negar el sacrificio que significó para el poeta regresar al país de esa manera? Sacrificio político, al venir entre gente extraña, aunque tal vez le daba ilusiones renovadas, al ser todos gente joven, una nueva generación de revolucionarios, que se atrevían a halarle los bigotes a Stalin. Sacrificio personal, al dejar a su familia en un país donde tal vez no podría regresar, al menos, en mucho tiempo. Y sacrificio de su alma de artista, ya que las condiciones de ese momento, le exigían una dedicación total, en cuanto a clandestinidad, medidas de seguridad y, sobre todo, el anonimato. Sin embargo, se dio maña para ver a sus amigos, estar en una reunión en la casa de Álvaro Menen Desleal, tomar cervezas entre discusiones políticas y vivir un romance clandestino. Mientras, cargaba bajo el brazo, el manuscrito de una novela, sin título aún; una especie de autobiografía, tentativamente llamada Los poetas. Esa novela se llegó a convertir en su testimonio y su testamento político, donde hace acres reclamos a sus antiguos camaradas por su falta de sentido del humor y su incomprensión hacia los seres creativos como él.

 

En el ERP, él era el mayor. Todos los demás andábamos de los treinta hacia abajo. El Choco Sebastián, a la sazón, tenía treinta. Tampoco teníamos mucha claridad política. Nadie nace sabiendo. Sebastián y él eran los únicos que conocían y discutían, cerveza en mano, la situación de Angola, Mozambique, Cuba, Chile, Portugal, etc. Los demás, apenas estábamos por consolidar un pensamiento político y solamente teníamos la moral elevada para luchar por nuestro país y nuestra gente.

 

 

Su muerte, o asesinato, como se prefiera, no fue un “error de juventud”, como se ha dicho. Fue un acto muy consciente de parte de la gente que dirigía las estructuras militares del ERP, Sebastián y el Seco Humberto (Valdimir Rogel). Del segundo no me extraña, ya que disfrutaba con la muerte, pero la personalidad calculadora y de bajo perfil del primero, no encaja con la audacia de matar a un personaje tan importante a nivel internacional y tener la arrogancia de hacerlo público, enlodando su nombre. En ese punto es que me entra la duda de si hubo una conspiración.

   

El Choco Sebastián era el jefe indiscutible del ERP, por lo menos del ala militar, acuerpado por el Seco Humberto, conocido también por el Vaquerito, su incondicional. Nadie más que él, tomaba decisiones. Y el Choco Sebastián no daba una orden, si no reunía dos condiciones: La primera, que le conviniera a él y la segunda que no le implicara un riesgo personal. En otras palabras, sacar raja sin complicarse. Entonces, me da vueltas una pregunta: ¿De dónde saca tanta valentía, para hacer lo que hizo, de la forma en que lo hizo? No habría sido la primera vez que mandara a alguien al otro barrio y lo escondiera en el closet. También pudo haberlo enviado de regreso a Cuba. ¿Entonces?

 

Preguntas para investigar: ¿Cómo es que el ERP manda una delegación a China Popular para establecer relaciones, seis meses después del asesinato de Roque? ¿Por qué Cuba espera cuatro meses para denunciar su muerte? ¿Quién salió ganando con esa muerte? El ERP, definitivamente, no. Dos años después, ya libres de la nefasta influencia de Sebastián —que se había fugado con una cantidad indeterminada de dinero— y del Seco Humberto —que se fue amenazando de muerte a todos y y fue capturado, igual que sus incondicionales, y muerto, mientras los suyos entregaban a la policía a Ana Guadalupe y a Marcelo—, tuvimos que enfrentar la calumnia que pendía sobre Roque y reconocer públicamente lo ocurrido. Curiosamente —y tengo que decirlo en aras de la verdad— fue Joaquín Villalobos el principal interesado en que el ERP reconociera el crimen y limpiara la imagen de Roque y fue él quien elaboró, en compañía de dos militantes más, el documento de autocrítica. Luego, él mismo viajó a México a entrevistarse con los chinos y desmentir a Sebastián con ellos. Es curioso, digo, que sea el principal acusado en la actualidad. En fin…

 

Volviendo con el tema, en Roque, como en todos los creativos nacidos en El Salvador, sus virtudes fueron sus principales flancos débiles para vivir y ser reconocido en un país donde los políticos odian la creatividad, y el trabajo intelectual es tildado de desviación pequeñoburguesa. En donde no se permite pensar más allá del manual. De hecho, algo que me queda claro a treinta y cinco años de su muerte, es que no son los políticos los que reivindican su memoria. Somos los artistas y pensadores. Es su pueblo, aquel al que dedicó su Poema de amor, “los tristes más tristes del mundo, mis compatriotas, mis hermanos”; es su pueblo, en suma, el que lo ha colocado en un lugar preferencial de la memoria colectiva. Yo he oído decir a mujeres humildes, que Roque era alto y guapo. También lo he visto ser clasificado como el poeta más grande de El Salvador. Y sin duda fue guapo y el mejor, todo lo que el pueblo diga, eso fue. Porque Roque ya pasó a la categoría de icono. Y es posible que esté tirando patadas en su tumba clandestina, atracado de risa. Él, que fue un iconoclasta. El más antisolemne de los escritores, ha sido elevado a los altares del pueblo. Esa fue una manera muy roquiana de burlarse de la muerte, de los que la ordenaron, los que dispararon y de todos los que, secreta o abiertamente, la aplaudieron. 

 

Por nuestra parte, los artistas, los que quedamos medio vivos después de la guerra, y que somos consecuencia de haber nacido “medio muertos en 1932”, vamos a seguir reivindicándote. Nosotros, los noctámbulos, los que sí comprendemos la necesidad vital de una buena tertulia, de un vino, o un buen chaparro, como el de San Sebastián, los que no cabemos en ningún partido y ninguno nos quiere, por ácratas, vamos a seguir buscando tus huellas. No diré que buscando tu tumba, porque no hay tumba. No estás muerto. Sos nuestra leyenda urbana. Vamos a decir con Daniel Viglietti: “Yo lo vi, yo lo vi, yo lo vi…”.

 

Termino parafraseando a Serrat: Profeta, ni mártir, quiso Roque ser y un poco de todo lo fue sin querer.

 

* Carlos Velis es artista salvadoreño radicado en el exterior.

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