Con Roque

[Roque Dalton] Hasta que se fue y no volvió, como en un tango, y unos hijos de puta se lo cargaron, ahora de verdad. 

Por Roberto Fernández Retamar

 

LA HABANA – Un día de enero de 1962, que ya no podré saber nunca con exactitud cuál fue, Roque Dalton irrumpió, violentamente, en mi vida. No lo esperaba en absoluto (¿o sí?), y durante varios días, ni siquiera supe que era él. Lo único que supe entonces fue que mientras, sentado en un sillón entre hojas y pájaros (en el patio de la vieja casa de mis padres, en el mito­lógico pero muy real barrio de La Víbora), leía decenas y decenas de libros anónimos, alguien, desde uno de esos li­bros, empezó a arrojarme una poesía deslenguada, vital, cercanísima, que me arrancó del sillón y me echó a caminar patio arriba y patio abajo, leyendo en voz alta, conmovido o a carcajadas, esos versos, para mí, ya inolvidables.

 

Yo era jurado del Premio Casa de las Américas 1962, y me hallaba entregado a la ruda tarea de devorar la gigantesca papeler­ía poética que nuestro Continente pare cada año, y deposita, esperanzado, a las puertas de la Casa. Aquel día, cuando ya había encontrado un libro sereno y firme —Foresta libertad, de Fayad Jamís— que al cabo obtendría sin discusión el Pre­mio, asomó de pronto su rostro, abriéndose paso como un rayo entre los metros de papel, alas olvidadas, suspiros, el estruendo y la ultimilla, un libro en forma de bofetada: El turno del ofendido, que obtendría mención en ese Premio (otro libro suyo, maduro, Taberna y otros lugares, recibiría el Premio años después, en que también fui jurado). Pero sobre todo me revelaría a uno de los más originales y fuertes entre los poetas entonces jóvenes de nuestra América: su autor, Roque Dalton, no había cumplido aún veintisiete años. Na­turalmente, cuando unos días más tarde nos encontramos en una librería habanera (él había venido a Cuba creo que desde México, para una reunión de revolucionarios latinoamerica­nos), nos hicimos desde el primer momento viejos amigos. ¿Qué voy a decir ahora de esa amistad, de ese amigo brutal­mente descuajado? ¿Qué no recordaré, a lo largo de estos trece años, de sus días cubanos, entrañablemente comparti­dos, tan relampagueantes, tan llenos dé revolución y de poe­sía, y de su espléndido humor?

 

Ahora lo veo en un cuarto que daba a la calle Línea, y por cuya ventana, con un romanticismo un tanto trasnochado, un árbol entraba casi entero a llenarlo de hojas. Ahora viene a traerme un retrato suyo en que ha escrito: "Para mi querido hermano Roberto Fernández Retamar, esta foto en pose de abnegación. Roque, 1963." Ahora estamos, coronados de sueños y de sueño, Roque, otro amigo y yo, oyendo una malísima música española y hablando de una mujer que ellos dos habían inventado, y casi era real, o merecía serio, y quizá ya lo estaba siendo. Ahora llegan a casa Aida y Roque y sus tres muchachos, a pasar juntos la Nochebuena. Ahora Roque me devuelve mi ejemplar de Cien años de soledad enriquecido con los infinitos mosquitos que mató mientras leía, a la intemperie, el libro también fabulo­so. Ahora me deja (más de una vez) sus papeles, porque sale a pelear (más de una vez). O discutimos, y me hace llegar al otro día una carta fraternal, para ratificar que siempre habla­remos uno a nombre del otro. O estamos en torno a la mesa, en las peleadoras reuniones del que fuera comité de nuestra revista, con gente desperdigada por el mundo, y Roque des­envuelve su larga frase inteligente aguantando las ganas de reír. O de estallar. Hasta que se fue y no volvió, como en un tango, y unos hijos de puta se lo cargaron, ahora de verdad. La última vez que lo vi, asomó como si tal cosa su agudo rostro aindiado que me hacía pensar que así debía haber sido el de Mariátegui, y yo le dije, felicísimo: "Coño, baboso, nos tenías fregados. Creíamos que te habían jodido al fin, y re­sulta que estás aquí", y él asentía, sonriendo, muy joven, pero mientras yo hablaba empecé a sospechar que quizá ese rencuentro, tan necesario, no era real, sino que yo había so­ñado. Y así era, en efecto: yo estaba soñando, quizá porque me había caído mal la comida, como hubiéramos dicho hace unos años en un poema, pero sobre todo por lo mismo por lo que sentí en el pecho como si me hubieran dado una patada cuando me telefonearon la noticia, que ojalá fuera falsa, pero podía ser verdadera: porque durante trece años me había enriquecido y llenado de orgullo, alegrado con sus alegrías y entristecido con sus tristezas; porque habíamos sido verda­deros hermanos; porque lo quise mucho; porque tampoco tuvo su muerte.

 

La Habana, 5 de septiembre de 1975.

Casa de las Américas, No. 94, enero-febrero de 1976, en la sección inicial, “Para Roque: el turno del ofendido”

 

 

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