Roque Dalton y un lejano colegial distímico
Por: Nelson Rentería(*)
Por aquel entonces era 1998. Los anuncios del mundial de Francia llenaban todos los rincones, la selecta y el país entero aún no se reponía del dolor por no haber clasificado a la cita, luego de empatar 2-2 contra Jamaica en el Cuscatlán. Héctor Silva era alcalde de San Salvador, Francisco Flores presidente de la Asamblea y, bueno yo, de catorce años, cursaba noveno grado y me quería morir.
El listado de útiles, además de los cuadernos, lapiceros y estuche de colores, indicaba que mi amado padre Joaquín debía comprar el libro de Lenguaje y Literatura de 9º “Lic. Luis Jaime Pérez B.”, que tenía una horrorosa portada con unos retratos de Arturo Ambrogi y Alberto Masferrer.
El modesto libro, impreso en los talleres de Ediciones Nuevo Mundo, lo que menos provocaba era estudiar letras, así que lo forré con dos fotografías de Metallica, que años antes habían sacado el criticado disco “Load”, eso para ponerle un toque de heavy metal a mis tortuosos días de colegio.
En la parte de atrás habían tres retratos más: Francisco Gavidia, Claudia Lars y Roque Dalton. Esa tapa, por alguna razón no la forré con alguno de mis grupos favoritos, aunque en el transcurso del año lectivo, sobre el plástico quedaron dos huellas de marcador Pilot: una era “Con k-riño Pooky”, cortesía de mi compañera Alexis Flores y, la otra decía “Black Sabbath”, banda que también escuchaba.
Casualidades del destino o a lo mejor los planetas se alinearon o estoy seguro que Dios así lo quiso. Unos días antes de cumplir mis quince años, recuerdo que mi amigo Carlos William me prestó y que luego devolví, pero que alguien más robó, “La ventana en el rostro” de Roque Daton.
A Carlos, que también era mi compañero de viaje en los autobuses, le había comentado mis ocultos deseos suicidas. Él se limitó a sonreír. Al leer el primero de los poemas -Estudio con algo de tedio- me sentí realmente identificado, las palabras no podían representarme mejor:
Tengo quince años y lloro por las noches.
Yo sé que ello no es en manera alguna peculiar
y que antes bien hay otras cosas en el mundo
más apropiadas para decíroslas cantando.
Sin embargo hoy he bebido vino por primera vez
y me he quedado desnudo en mis habitaciones para sorber la tarde
hecha minúsculos pedazos
por el reloj.
Pensar a solas duele. No hay nadie a quien golpear. No hay nadie
a quien dejar piadosamente perdonado.
Está uno y su cara. Uno y su cara
de santón farsante.
Sí, me quería morir. Estaba en la adolescencia y adolecía muchas cosas que por vergüenza no mencionaré, pero que resumiré en palabras de otro poema de Dalton – Hora de la Ceniza-: “Siento unas ganas locas de reír o de matarme”. Por suerte y para desgracia de algunos aún sigo teniendo muchas locas ganas de reír.
Por si fuera poco, estaba enamorado de Ileana Reyes, una hermosa jovencita de cabello negro rizado, con tez blanca y sumamente delicada, unos provocadores labios rojos, manos suaves y ojos brillantes, que por cierto, un año antes a mi entrañable amigo Franklin Álvarez le causó mucha gracia cuando ella, con suma sutileza, me dijo: “No”, luego que le declaré mi amor.
Hoy que lo recuerdo, Ileana era, quizá, el principal motivo para asistir al colegio, al que yo había nombrado la cárcel. En secreto, que hasta hoy divulgo, le dediqué el poema Recuerdos:
La celda es oscura y silenciosa…
¡Ah, la luz de tus ojos; ah, tu voz!
La celda es húmeda y fría…
¡Ah, el calor de tu cuerpo entre las sábanas!
La celda es dura, hiriente…
¡Ah, tus manos de pájaro y caricia!
La celda es maloliente…
¡Ah, el olor de tu paso en las mañanas!
La celda es solitaria…
¡Ah, tu abrazo!
Cupido había hecho muy mal su trabajo y lo odiaba por ello. En mi mente resonaban las voces y el diálogo de Goter y Moter, las cabezas protagonistas de la obra Luz Negra del salvadoreño Álvaro Menen Desleal, puesto que el primero planteaba gritar la palabra “Amor” y el segundo planteaba “Mejor digamos mierda”.
Sí, la vida era una mierda en ese entonces. La lluvia se deslizaba en los parabrisas del autobús, tenía que cargar la pesada máquina de escribir, El Salvador no había ido al mundial, Argentina había sido eliminada por la Naranja Mecánica, tenía que esconderme para fumarme un cigarrillo, mi padre había sido citado al colegio por mi mala conducta y yo continuaba repitiendo a Dalton: “Hace frío sin ti, pero se vive”.
La edición de “La Ventana en el rostro” que tuve entre mis manos formó parte de la primera Biblioteca Básica de Literatura Salvadoreña que el Consejo Nacional para la Cultura y el Arte (CONCULTURA) lanzó en 1996, cuando Cecilia Gallardo de Cano era ministra de Educación.
Cuando llegamos a la unidad 8, la última del texto y dedicada a “El testimonio y otras formas de experimentación literaria” del libro de Lenguaje para 9º grado -que por cierto dejé inconcluso- me encontré el retrato de Roque Dalton, pero el pobrecito poeta ya no era ajeno para mí, conocía humildemente de él y su obra, así como otros detalles.
Por ejemplo, Leonardo Baldovinos, otro gran amigo y colega, me había comentado que su madre Susy en momentos de cólera le había roto, al mejor estilo de kurt Cobain en los escenarios, una guitarra acústica que Roque Dalton había tocado en una de las tantas sesiones vagabundas junto con su padre Darío y otros poetas.
También recuerdo aquellas dos canciones del grupo salvadoreño de rock latino Bohemia: “1932” y la versión del “Poema de Amor” inspiradas en la obra de Roque.
Ahora sólo quedan los recuerdos de aquella adorada edición de la Ventana de Dalton, que me acompañó en mis días de un risible colegial depresivo, enamorado, rebelde e ingenuo que vivía con deseos mortales en una bella época de inocencia, pero que aplaqué con estos versos del poema El Cínico:
Por otra parte se debe comprender que la muerte
es una manufactura inoficiosa
y que los suicidas
siempre tuvieron una mortal pereza
de sufrir.
Además, debo
la cuenta de la luz…
(*)Colaborador de ContraPunto.