Por Luis Alvarenga
Oigamos a Roque Dalton en el conversatorio entre intelectuales cubanos y latinoamericanos, recogido en el volumen El intelectual y la sociedad, de 1969:
[…] no queremos decir que un escritor es bueno para la revolución únicamente si sube a la montaña o mata al Director General de Policía, pero creemos que un buen escritor en una guerrilla está más cerca de todo lo que significa la lucha por el futuro, el advenimiento de la esperanza, etc., es decir, del rudo y positivo contenido que todos los rizos retóricos han ocultado por tanto tiempo, que quien se autolimita proponiéndose ser, a lo más, el crítico de su sociedad que come tres veces al día. Por eso es que en el Congreso Cultural de La Habana situamos al Che Guevara como nuestro ideal, ¿no? Entiendo que quien consciente y responsablemente afirme que el Che Guevara es su ideal no puede luego venir con mentirijillas sin terminar siendo un sinvergüenza.[1]
En el conversatorio, Dalton ataca el problema de la enajenación intelectual, expresada en la división esquizoide entre el trabajo académico o artístico del intelectual y su concreta acción política. Alude al término “desgarramiento”,[2] para afirmar esta relación conflictiva.
Como problema de fondo está lo que Dalton da en llamar “espíritu de secta” de los escritores, en virtud del cual estos se creen un estrato privilegiado y al margen de la sociedad. Se crea así —son palabras de Dalton, no nuestras— una falsa “conciencia de autonomía” por parte de los escritores, que podríamos relacionar fácilmente a la ilusión de autonomía de la estética en el contexto de la modernidad ilustrada. Pero, oigamos lo que plantea el propio Dalton, en “Literatura e intelectualidad: dos concepciones”, donde defiende su argumento según el cual las capas medias intelectuales tienen un papel importante en los procesos revolucionarios. De ahí que el sistema capitalista tenga mecanismos muy sutiles de alienación para neutralizar la energía revolucionaria de dichas capas medias:
En el caso de los países de la América Latina, el papel revolucionario de la pequeña burguesía es de primera importancia, sobre todo en esta hora de formación de las nuevas vanguardias políticas. Es, pues, un contrasentido que grupos de la intelectualidad latinoamericana (socialmente progresistas en su conjunto) pretendan actuar como sociedades anónimas. La conciencia falsa de ‘autonomía’ es también la base de ese sentimiento tan generalizado entre nosotros los escritores, de creernos independientes de las clases sociales, de sentirnos, en una u otra forma, por encima del juego clasista.[3]
La conciencia falsa, enajenada, de autonomía del escritor, se expresa, por ejemplo, en algo similar al fetiche de la autonomía absoluta del arte: su aparente desvinculación con los problemas éticos, sociales y políticos:
Pero si fetichizamos esa ‘distinción cultural-moral’ —dice Dalton, refiriéndose a los intelectuales— nos quedaremos exactamente parados en ese nivel que el capitalismo se ha encargado ya de convertir en nuestra fotografía: los escritores y los intelectuales son promiscuos en su vida sexual, consumen alcohol y drogas, tienen derecho a ser crueles, a equivocarse políticamente, etc. Al capitalismo no le interesan los carpinteros homosexuales más que en las estadísticas de los estudios sociológicos superespecializados, no promoverá nunca la figura del tenedor de libros alcohólico o del joven marino que se lanzó del piso catorce destilando LSD desde las orejas. Pero con el escritor o el artista es otra cosa: es materia prima del star system, es la posibilidad de encarnar ante los ojos del público el ideal máximo de la más absoluta ‘libertad’ individual, ese ingrediente muy importante de los sueños sociales, paradisíacos y cegadores.[4]
Así como ocurre con la ilusión de la autonomía estética, la falsa conciencia de la autonomía intelectual termina anulando el potencial crítico del trabajo intelectual. Divorciándolo —como también está divorciada la estética— de las diferentes actividades humanas, el intelectual se convierte en un “sirviente” o en un “payaso”[5] al servicio del capitalismo.
Desde esta perspectiva, podemos entender lo aparentemente sectario que parece el enfoque del escritor salvadoreño. Lo que está detrás de este supuesto sectarismo es la comprensión de que la enajenación intelectual debe combatirse desde la raíz, esto es, atacando la ilusión de autonomía absoluta con respecto a la sociedad y coincidiendo con esta sociedad que lucha por liberarse, puesto que Para un escritor latinoamericano, desenajenarse no significa en estos momentos encontrarse en el espejo como un Baudelaire marxista, sino verse como el hijo de un pueblo de analfabetos y descalzos, tuberculosos y humillados, que comenzando por reconocerse feo de todas partes, sabe que ha entrado, a través de la transformación histórica revolucionaria, en la vía que le permitirá obtener, por medio del trabajo liberado (y hombro con hombro con la sociedad), la realización de su integridad humana en el más alto nivel de su tiempo.[6]
El trabajo liberado abarca también al trabajo intelectual, despojándolo de su conciencia enajenada, pero respetando a la vez su especificidad.
En opinión de José Luis Escamilla, Dalton está desafiando a los intelectuales revolucionarios “a asumir desde ‘la praxis’ en el trabajo y en las labores que exige la revolución el proceso de reelaboración artística y, sobre todo, de teorización que exige la realidad”.[7] En otras palabras, Dalton plantea que el intelectual debe asumir en los procesos revolucionarios no solamente su responsabilidad como ciudadano, sino su responsabilidad específica de intelectual: hacer la revolución desde el ámbito de la cultura en toda su amplitud.
Este planteamiento sobre la situación del intelectual en la sociedad revolucionaria entra en debate con las políticas culturales “dirigistas”, es decir, aquellas políticas culturales que colocan en el aparato partidario las decisiones sobre el rumbo que debe tomar “la cultura”. Una cultura que aspire a liberarse de la alienación no puede partir de un esquema tan abiertamente restrictivo.
Desde una perspectiva marxista-leninista, el intelectual de izquierda debe, como ya lo planteó Lenin en¿Qué hacer? transmitir la conciencia de clase a los grupos subalternos, pues estos se encuentran mediatizados por los aparatos ideológicos de la clase dominante. Así, en un proceso revolucionario y sin querer adueñarse del papel protagónico de los grupos subalternos, los intelectuales tendrían, pues, la responsabilidad específica de transformar revolucionariamente el aspecto ideológico de las sociedades. Y ello no desde una perspectiva “sectaria”, por ocupar el lenguaje de Dalton, es decir, desde una perspectiva en la que el “espíritu de gremio” intelectual produzca posturas cuasi mesiánicas —en un sentido enajenado, en el cual se cultiva el mito ilustrado del intelectual como el sujeto iluminado que sacará a las masas de la prisión de la ignorancia—, sino “desde el trabajo liberado y hombro con hombro con la sociedad”. En buena medida, esto también es una respuesta específica al problema general de la fragmentación enajenada del sujeto.
La crítica de Dalton apunta hacia las consecuencias de la autonomía absoluta, fetichizada, del arte y de los intelectuales. Hay una distinción bastante obvia entre su postura y el realismo socialista, en el sentido de reconocer la importancia del arte y el trabajo intelectual como espacios de libertad crítica frente al poder político. Aunque parece haber vencido, al menos en esa coyuntura histórica, el dogmatismo y el maquiavelismo político, el desafío de Dalton para cualquier proceso revolucionario sigue en pie. Hablar de revolución es, desde esta perspectiva, algo más que el mero cambio en la conducción política y económica de un país, sino también, y no menos importante, de una transformación cultural, de la superación del sujeto cosificado por las sociedades modernas.
Luis Alvarenga es poeta, ensayista y docente salvadoreño, estudioso de la obra de Roque Dalton.
[1] El intelectual y la sociedad, p. 24. [2] Ibídem, pp. 93-94. [3] Cfr. “Literatura e intelectualidad: dos concepciones”, p. 63. [4] Ibídem, p. 63. [5] Cfr. “Una hora con Roque Dalton”. En Historias y poemas de una lucha de clases, Dalton dirá que las únicas tres opciones que plantea el capitalismo al escritor son las de elegir entre ser “sirviente, payaso o enemigo”. [6] El intelectual y la sociedad, p. 64. [7] José Luis Escamilla, Intersticios en Roque Dalton, p. |