El pobrecito poeta que era él

Narración del libro «El pobrecito poeta que era él y otros cuentos», de Daniel Sepúlveda.  El cuento que inspira el nombre del libro, es un homenaje al escritor salvadoreño Roque  Dalton

Por Daniel Sepúlveda.

Hay gran agitación en la capital del pulgarcito. Violentas pandillas han irrumpido haciendo disparos en los centros de votaciones para sembrar el pánico y enseguida robarse las urnas, prenderles fuego y despanzurrarlas, todo concertado. Será difícil, imposible en realidad, saber al final de la jornada quien ganó las presidenciales, disputadas entre ultraconservadores y ex guerrilleros.

A estas primeras horas ya hay muchos heridos, también algunos muertos, no contabilizados aún, quizá nunca se sabrá del todo cuántos y quiénes, y la batahola de ambulancias y patrullas policiacas sacuden la ciudad, porque no hay punto que los pandilleros como marejada arrasante hayan dejado ileso; aunque esta violencia es crónica, un mal que desangra al país, el pánico no deja de hacerse presente con sus dolorosas expresiones, grotescas muchas veces. Llantos en todos los tonos, quejas, gritos destemplados y alternadamente súplicas y maldiciones a Dios, al destino, a la puta madre que los parió.

En las inmediaciones de la preparatoria Farabundo Martí, donde se instaló como es costumbre una mesa de votación, atacada como casi la totalidad de las alrededor de cien abiertas en San Salvador desde temprana hora. Juan José, un hombre ya maduro, arañando los cuarenta, se protege tras una multitud de curiosos como él, una muralla humana que cambia de forma conforme a los vaivenes entre la acera y el arroyo de la calle, viendo la actividad de los policías que apenas acaban de tomar control del lugar, después de un nutrido aunque breve intercambio de disparos.

La zona está acordonada y los socorristas y paramédicos cumplen con sus funciones. Una docena de jóvenes de baja estatura, pelo a rape, con tatuajes visibles en brazos y cuello, esposados fueron subidos sin contemplaciones a camionetas cerradas conocidas como perreras. Da traguitos regulares a una botella de agua que compró en un pequeño local habilitado como refresquería, cuya propietaria reza para que no la saqueen, agradecida porque no la han atracado. La venta es buena pero el riesgo es muy grande, comenta ufana por un momento del distinguido cliente. En cualquier momento cree que podría llegar otra oleada.

Ha empezado a tranquilizarse, el corazón le late ya normalmente. Se percibe en el fresco aire de principios de febrero que lo peor ya pasó. La sangre que iba a correr ya corrió, tiñendo el asfalto san-salvadoreño con su mancha luctuosa.

¿Y usted es salvadoreño?, se atreve a preguntar la comerciante después de que ha ganado confianza por los minutos de plática y la buena pinta del hombre, vestido con un fino pantalón azul y camisa en tono verde claro que a su gusto le sientan muy bien.

Si, también, sonríe,sin perder pisada al escenario de la reyerta y en donde minutos antes humeaban las boletas dentro de la calcinada urna, se dolían los heridos y los muertos (dos al parecer) miraban fijamente el claro cielo sin nubes.

¡Ah!, profiere la mujer con gesto de sorpresa. Pensaba que era extranjero.

Poco después se encamina hacia su hotel envuelto en una bruma de pensamientos y sensaciones, preguntándose si tiene sentido su regreso, si no sería mejor dejar las cosas como están y por tanto no haber atendido el citatorio de las autoridades judiciales para que comparezca a ratificar su denuncia contra los presuntos responsables de la muerte de su padre, asesinado el 10 de mayo de 1975 (treinta y cuatro años ya dentro de tres meses).

Es cierto que también tenía compromisos periodísticos que lo obligaban a venir. Pudo negarse,sin embargo, no lo hizo. El recuerdo vivo del poeta que era su padre lo hizo tomar el avión e instalarse tres semanas atrás en la caótica capital, por fortuna sin verse afectado por ningún incidente violento, aunque había visto infinidad de asaltos en la vía pública y a comercios, atentados fatales perpetrados desde motocicletas y automóviles, riñas campales, grescas en el transporte público, a él no le había pasado nada, la zarpa de la delincuencia no había tocado su cuerpo ni sus pertenencias. Le gustaba pensar que su difunto padre con una mágica aura protectora lo mantenía a salvo. Con esta confianza recorrió el tramo de aproximadamente quince cuadras hasta el hotel de dos estrellas donde se hospeda en el centro. Más tarde redactaría su reportaje para la agencia y esta lo distribuirá a periódicos europeos y sudamericanos, ya imagina el encabezado que pondrán: Caos en las presidenciales de El Salvador. Sonríe.

Todo empezó con un altercado, escribe. Somos derivación de una reyerta a balazos. Recuerda a su abuelo Winnall discutiendo acaloradamente con el banquero Bloom, en las oficinas de este, por diferencias en el cobro de intereses, abusivos a su parecer y que lo obligaban a entregarle prácticamente toda la cosecha de café; es sabido que el segundo hizo un disparo e hirió a su oponente en una pierna y que este por sus propios medios, y auxiliado por curiosos, llegó al hospital San Martín de Porres donde conoció a mi abuela Josefa que era enfermera y fue la encargada de hacerle las curaciones.

Aunque ya era casado y con hijos, el gringo la enamoró. Y de esa azarosa relación, y cuál no lo es, se pregunta, nació mi padre, el poeta y revolucionario reidor como lo catalogó Ernesto Cardenal al hacer una semblanza de él. Y si, por lo que sé por mi madre, leído y contado quienes lo conocieron, mi padre era muy bromista y también mujeriego como el viejo, de este construyó el mito de que era un bandolero famoso en el oeste estadunidense y que huyendo de la justicia se vino a El Salvador. Eso a lo mejor fue el bisabuelo o alguna parentela de este, lo más creíble es que el abuelo Winnall fue Dorado de Villa en la revolución mexicana, y luego cuando las cosas se enredaron tanto cruzó la frontera por Chiapas y se llegó hasta el pulgarcito, aquí vivió hasta el final de sus días.

Cuando le preguntaban dicen que mi padre gustaba contar que el viejo estafó a Pancho Villa con medio millón de pesos, de aquellos, que el centauro le confió para la compra de armas en Arizona Estados Unidos, pero en lugar de tomar para el norte torció al sur soñando con su futura vida en un país pobre y sin ley, en el que vio la oportunidad de convertirse en finquero cafetalero, con el medio millón robado a Villa. Casó con una nieta del general Francisco Morazán, curiosamente de nombre Aída como mi adorada madre, y tuvo un chorro de hijos, los que se conocen, sin contar los que no.

A mi papá le dio el apellido Dalton hasta cumplidos los diecisiete que se enteró de su existencia, y lo ayudó para que estudiara en Chile y pudiera viajar a otros países del extranjero y es cuando se empezó a convertir en un trotamundos, quedándose a vivir largas temporadas en varios países (México, Cuba, Checoslovaquia, Vietnam, URSS, que se recuerde). Pero su segunda patria fue Cuba y sigue siendo para mí y mamá que se quedó a vivir en la isla, para mi hermano Jorge, el cineasta, que ahora debe andar en el Bogocine participando con uno de sus filmes, y lo fue para Roque Antonio mi entrañable hermano mayor muerto en combate en Chalatenango en 1981. Siguiendo las huellas de nuestro padre poeta, reencontrarse con él en la muerte.

Es lo que he estado haciendo, escribiendo y hablando de él todos los días, intentando desentrañar las causas porque lo mataron. Dice Joaquín que fue una inmadurez de parte de ellos, los de la dirección del ERP, de la que se arrepiente. Error de jóvenes revolucionarios. Sé que había de por medio una guapa guerrillera por la que babeaba Rivas Mira, llamada Lil Milagro y según esto amante de mí padre; estas fotos evidencian que era un hombre atractivo, con un porte distinguido y un haz de inteligencia en el rostro, la sonrisa a flor de piel, por eso Joaquín lo envidiaba y junto con Rivas Mira y Meléndez lo condenaron a muerte, acusándolo para justificarse de que era agente, primero cubano y luego de la CIA; he leído lo que han dicho escritores afines como Cardenal y Galeano, y este último coincide con el primero en que era un tipo dicharachero, con un humor que hacía reír hasta las piedras aún en las horas negras, estoy recordando casi textualmente.

Y luego no se tomaba las cosas muy a pecho, dado a la parranda, contó a su amigo y colega poeta Cardenal que en una ocasión se le encomendó reunir unos fondos para el Partido Comunista Salvadoreño ( un nido de cabrones, decía, a los que había que hacer frente y no dejarlos que hicieran lo que quisieran) y que se embriagó con el dinero colectado teniendo que pedir sentidas disculpas que fueron aceptadas por todos, menos por un viejo colmilludo que vio la teatralidad del inculpado para que lo admiraran como efectivamente logró hicieran. Pero tenía razón el lobo de mar, reconoció con humor años después; también era mujeriego como el abuelo Winnall, las encantaba con su inteligencia y chispa. Sí cuando le dieron el premio Casa de las Américas la única escritora del jurado se enamoró de él, dicen que fueron amantes, y hasta escribió una novela en su memoria. No me ha extrañado saber que la guerrillera Milagro lo prefiriera hiriendo a Rivas Mira y quién sabe si al mismo Joaquín (estos sí cachorros del imperio, vean cómo terminaron, sirviendo a quien).

¡Vamos al sol cabrón!.

Si Vaquerito, dicen que el sol cura hasta los jiotes, se burla el poeta.

¡No chingues a tu madre!, y a una señal de Villalobos, Meléndez y Rivas Mira, que observan la escena a corta distancia tras la puerta entreabierta que da al patio de la casa de seguridad, le propina una patada en las costillas.

Lleva diez días de reclusión y es la primera vez que siente sobre su cuerpo el calor solar y está enceguecido por la luz. Hace caso omiso del golpe. Se pregunta dónde estará Pancho, el obrero a quien dicen contagió la insubordinación de pinche pequeño burgués que era, y lo parrandero, dicharachero y mujeriego.

Pinche agente de la CIA, lo jalonea de los cabellos Vaquerito, pero hasta aquí llegaste traidor. Saca su pistola de la funda del cinturón militar y se la coloca en la nuca. Un relámpago nervioso recorre desde la espina dorsal hasta los descalzos pies al poeta.

Aspira profundamente el aire cálido de media mañana para contrarrestar el miedo de morir tan estúpidamente a manos de un subordinado de sus verdaderos enemigos, que presiente a sus espaldas mirando cómo se desarrolla la escena de tortura psicológica, dirigiéndola, dándole instrucciones a Vaquerito que de reojo voltea hacia la puerta entreabierta de tanto en tanto a lo largo del cuarto de hora que se prolonga el suplicio, y no obstante para el cautivosi ese es el precio que debe pagar para sentir sobre su cuerpo el sol salvadoreño lo paga de buen grado y hasta sonriente. Y es lo que hace, sonreír, reírse del verdugo.

Jálale ya, o se te entumieron los dedos, suelta una risotada.

¡Cierra el hocico!, lo tironea una vez más del cabello y hace un simulacro de disparar corriendo el cerrojo de la .38 especial, guiñando un ojo al trío de la plana mayor que sonríen por la ocurrencia de Vaquerito que improvisa un guion de tortura no escrito pero previsible.

A un ademán indicativo de los tres jóvenes jefes guerrilleros lo empuja de regreso al calabozo, ¡Vamos cabrón! Ya estuvo bueno de asoleada, que por hoy te salvaste pero mañana no te aseguro nada.

La plana mayor del ERP delibera sobre el juicio al poeta, los tres mencionados y quien se hace llamar Fermín, este último insiste con vehemencia de que se está cometiendo un grave error y los conmina a dejar en libertad a los cautivos y en todo caso separarlos de la organización; fumando, haciendo anotaciones en sus libretas de militantes, emitiendo juicios reforzados en lecturas de manuales marxistas, tratan de convencerse de sus argumentos (que es un miserable agente de la CIA, un insubordinado pequeñoburgués que ya influenció a un cuadro obrero como lo es el compañero Pancho).

Sentados en torno a una mesa de medianas dimensiones, tapizadas las paredes con carteras de empaque de huevos para ahogar el sonido, hablan por momentos exaltados, casi como si estuvieran ante una multitud que necesitara ser agitada. Joaquín, terciado el rifle Kalashnikov, ufano por ello, medita sobre la exigencia de Rivas Mira de que de una vez se dicte pena de muerte a los detenidos. Meléndez ha dado su anuencia. El único obstáculo es Fermín que se opone tajante a esa medida calificándola de grave error. También los detiene y dilata el juicio la indecisión del que consideran su jefe militar por su pericia en el manejo de las armas y el cerebral diseño de las acciones.

Otro día más y no logran ponerse de acuerdo. Camuflados tienen que retirarse a otras casas de seguridad,cada uno por su rumbo, sin dar un paso fuera de las zonas urbanas controladas por el Ejército Revolucionario del Pueblo, a reuniones con jefes de comando para el informe diario del estado de la guerra popular prolongada que llevan a cabo contra el gobierno en distintos frentes de la ciudad y el campo, el recuento de las bajas sufridas y las infringidas al enemigo, el avance logrado en cada posición en el objetivo central de tomar el control de la capital, San Salvador.

En un cuartito del fondo de la casa el poeta aguarda silencioso la hora final de sus días. A sus casi cuarenta años, edad que cumplirá dentro de poco (pero nunca llegará a cumplirlos y se quedará arañándolos) ha vivido con la prisa que las circunstancias le han demandado. Llegó demasiado aprisa a todo: a la militancia, a la poesía, a la revolución, se dice en una canción en su honor. Sonríe sardónico por la coincidencia de ir a morir a la misma edad del Che Guevara, edad que parece estar fijada en un desconocido convenio no escrito, de la que los románticos revolucionarios no pasarán, teniendo que cumplirla al pie de la letra.

Agradece no estar esposado y poder lanzar sus zapatos contra la puerta y asustar cada tanto tiempo a Vaquerito. Este maldice desde fuera, pero tiene órdenes estrictas de la superioridad de noabrir a no ser estrictamente necesarioy no incurrir en tortura en su ausencia (conocen muy bien sus arranques de furia y puede echarles a perder todo), sino con ganas le daría un cachazo en la cabeza, unas decenas de patadas en las costillas, unos derechazos en el hocico.

Estate tranquilo pinche Dalton, grita furioso con la boca pegada a la bien asegurada puerta de hierro.

Practico tiro al blanco, ríe burlesco y su risa rebota en las paredes y el bajo techo de un medio metro inferior a lo normal, cubiertos también con carteras de empaque de huevo. Pero Vaquerito pegado a la puerta, y aun retirándose unos pasos por el estrecho y largo pasillo, puede oír nítidamente la voz sofocada en el cuartito.
No vas a volver a salir al sol si sigues, haciéndose bocina con la mano, golpeando la puerta con la metralleta Uzi.

Me van a salir jiotes, responde gritándole jocoso y burlesco.

Te lo mereces traidor.

Sí, me lo merezco; otra risotada.

Vaquerito opta mejor por retirarse, maldiciendo, empezando a sudar a causa también del sofoco que se siente durante las horas de la tarde abrileña en tránsito hacia mayo. Se encamina a la cocina con la intención de prepararse un sándwich. Piensa en el cautivo que tiene a pan y agua, y el pensamiento, fijo por unos momentos, es su venganza por la inconcebible actitud del poeta de abierta burla no sólo hacia él que es un cuadro de bajo rango y no importa demasiado, sino del propio juicio que se le sigue y sus enjuiciadores, nada menos que la dirección del Ejército Revolucionario del Pueblo; se regodea en la escena del día de la captura cuando a puntapiés lo calificó de intelectual cobarde, «contéstame, si no te hago mierda a vergazos», porqué había conspirado contra ellos, y luego insubordinándose, pidiendo debatir sobre la línea a seguir, pero quién se creía, si ellos eran los heroicos combatientes, los audaces, querían de él unas cuantas ideas, nada más.

De ellos se ríe, y de sí mismo. De ellos que un día y otro se reúnen para llenar el expediente de su enjuiciamiento, garabateando innecesariamente cargos irrefutables, porque sabe que está condenado de antemano. Lo van a asesinar. Todo es cuestión de tiempo, no mucho: vendrán una mañana y lo sacarán al patio y va a sentir sobre si el cruento y paternal sol salvadoreño por última vez, unos minutos, mientras el verdugo saca su arma y lo encañona en la cabeza y jala del gatillo abriéndole un mortal orificio entre la nuca y el occipital, sin permitir nunca que lo vea a los ojos; una nube lo oscurece cuando piensa en Aída, su esposa, tan noble siempre, comprensiva, y los tres cachorros que quedarán a su amparo y guía. Y para contrarrestar esa tristeza que lo destruiría es que ríe, y es la herencia que les puede dejar como padre y poeta. Recita un par de versos que quisiera los alcanzaran: «Hay que afiliarse al alba/ a la esperanza», los repite como una oración para que les lleguen como unapetición paternal para Roque Antonio, Juan José y Jorge, sus hijos,que por su parte, de salir vivo de esta ya no tiene fe ninguna. No habrá terremoto que derrumbe las paredes como sucedió en el año 64 en la cárcel de Cojutepeque en que se encontraba con codena a pena de muerte, y pudo verse libre como bíblicamente Silas y Pablo, favorecido por la Todopoderosa suerte loca que acudió a salvarlo, yel 60 cuando el derrocamiento del presidente de la república en turno lo dejó exonerado de los graves cargos como conspirador. Ahora el cerco de la muerte se había estrechado, lo sabía, no podría esta vez evadirla. Iría a ella sonriente.No vendráEl Salvador, ni un San Salvador. Se burla del nombre de su país, a su entender más apropiado para un hospital o un remolcador.

La violencia es una mujer loca vuelta multitud vociferando en las calles, rompiendo vidrios, lanzando piedras y bombas molotov, quemando vehículos, incendiando la capital del pulgarcito en protesta por los resultados (confusos) de las votaciones en las que ninguno de los dos bandos polarizados está de acuerdo con el árbitro electoral que ha decretado la nulidad del proceso. Y tanto ARENA como el FMLN tendrán que volver a disputar la primera vuelta, y luego una segunda si no alcanzan el cincuenta por ciento del total de sufragios.

Aún en la madrugada Juan José logra escuchar disparos aislados. Se acuesta tarde, ocupado en la redacción de sus notas para la agencia y la crónica semanal para la revista cubana El caimán barbudo, que le exige esmerarse mucho más en la redacción porque no se trata de una simple nota informativa, sino que debe ponerle color y sabor. Se ayuda con sendas tazas de café con piquete de ron antillano, una cajetilla de cigarros, un poco de trova (Viglietti, Alí Primera, Violeta Parra (de la que le gusta mucho la canción Volver a los diecisiete y que pone con frecuencia en el ordenador), poemas a media voz de su padre, de Benedetti, Neruda (Neftalí Reyes, como gusta llamarlo Eliseo Alberto en una de sus novelas, La eternidad por fin comienza un lunes, que tiene por ahí sobre la mesita del buró, y que a él le resulta novedoso y con gracia).

Suele salir a tomar aire a la terraza del hotelito del centro histórico en el que siempre se hospeda cuando vuelve a San Salvador. Es económico y familiar, así se vende, pero a él le resulta más bien solitario, tranquilo, con algo de soterrado y turbio en su atmósfera. Sabrá qué clase de fauna se refugia en su vetusta arquitectura colonial. No le preocupa, se instala en su cuarto del segundo piso con vista a la calle tercera y ese es su pobre reino en el que elabora sus reportajes y crónicas. Escribir poemas eso no se le da, pero si pensamientos, reflexiones (que no se atreve a llamar filosóficas) a secas.

Le gusta quedarse contemplando el viaje de la luna en el claro cielo salvadoreño, atisbando por el abierto ventanal sentado en una rústica silla echada hacia atrás, nostálgico, con dolor de muerte; desde ahí ha contemplado las diarias manifestaciones poselectorales, su refugio cuando ha tenido que huir corriendo entre la gresca, los disparos, incendios, piedras, gases. A toda carrera, encerrándose con llave, sin siquiera saludar a la sorprendida recepcionista, que ya sabe se dedica a un oficio peligroso, y por eso no se asusta ni desconfía del conocido huésped. Y a como están las cosas en San Salvador no es para menos que llegue así, piensa muy comprensiva, con actitud coqueta cuando lo ve subir tan de prisa que apenas la saluda con una agitación de la mano.

Relee y corrige cuando es necesario lo escrito en la computadora. El árbitro argumenta que el robo y quema de urnas impidió saber la cantidad de votos emitidos y el porcentaje correspondiente a cada partido, y las cifras finales arrojaban un empate técnico, por tanto el proceso se repetía. Pero conservadores y ex guerrilleros aseguran inamovibles haber triunfado sobre su rival y convocan a concentraciones masivas en la que los ánimos caldeados terminan en disturbios violentos; las pandillas, maras y otras, (infiltrados en ambos bandos) aprovechan el río turbio para el saqueo de comercios, incendio de camiones del transporte público, protagonizando riñas campales (es su momento protagónico); una orgía de sangre con muertos y heridos que, desbordada la capacidad de contención de la policía, ha conducido a la intervención del ejército y la consabida violación de elementales derechos humanos; la saña y el abuso retoman las calles y a bayoneta y tanques se impone la paz de la muerte, después de varios días de enfrentamientos en los que una parte considerable de la población sacó las armas (no entregadas en el proceso de paz del 92, o adquiridas después) escondidas en los domicilios para cuando llegara el momento de necesitarlas, que llegaría, y llegó. El pasado guerrillero volvía a manifestarse como una épica que sólo aspiraba al triunfo parcial de ser partícipe en la mesa de las negociaciones.

Algunas mañanas, después de tomar nota periodística en el instituto electoral (cercado de manifestantes de uno y otro partido, que entre gritos caen en connatos momentáneos de enfrentamiento a golpes) merodea por el palacio de justicia ubicado a unas pocas cuadras; aunque se detiene unos momentos desiste entrar con el pretexto de hacer una entrevista al procurador, digamos sobre el porcentaje de impunidad que existe en el país en el tema de crímenes, aprovechando de paso para exponerle el asunto que verdaderamente le interesa y lo llevó a trasponer esa importante puerta. Pero sigue caminando a paso lento por la acera, alguna vez entrechoca, distraído, ensimismado en sus pensamientos, con alguien de cierta importancia en ese laberíntico mundo, un abogado de renombre, un juez de sala de distrito quizá, que con su elegante maletín en ristre se dirige al interior de la fortificada dependencia a tratar un asunto legal específico e importante.

Finalmente tras unos minutos de perplejidad se marcha, limitándose a echar una mirada de soslayo a los rostros pétreos de los soldados, de baja talla como el salvadoreño promedio, apostados a la entrada del recinto, las armas prestas a responder a cualquier acto que vulnere la seguridad de las instalaciones (acordonadas también por decenas de elementos de la policía nacional) y de los funcionarios y empleados del poder judicial de supequeño país. El pulgarcito, el de las historias prohibidas, que hablaría al oído del mundo si un día se cumplían las palabras del poeta: «El Salvador llegará a ser un lindo (y sin exagerar) serio país», sólo que antes habría que desentumecerlo a base de pólvora. Eso es al menos lo que intentaron, como tratamiento radical que se aplica como último recurso a un enfermo grave, para que de signos de recuperación o se muera.

Abriga alguna esperanza de que el próximo gobierno juzgue a los asesinos de su padre (los que aún andan por ahí, ufanos, conocidos por todos, confesos, que en realidad son ya dos únicamente, los que importan: Joaquín y Meléndez. Rivas Mira desapareció misteriosamente, y Rogel, Vaquerito fue asesinado). Tiene pláticas con líderes del FMLN, animosos, con sus playeras blancas, rojas, azules, con efigies de El Che y Agustín Farabundo Martí. Le aseguran que al ganar ellos la presidencia el caso al fin será resuelto, «los criminales pisarán la cárcel», le dicen con mucha convicción; fuma con ellos,estos dirigentes tostados por el sol, de infantería, durante las treguas que se dan en las comisiones de negociación con los consejeros electorales y cuando bajan de los improvisados templetes después de arengar a sus partidarios, e informarles lo tratado adentro;señalan con vehemencia de profetas: «son los conservadores de ARENA los que no han tenido ni tienen pizca de interés en que se les haga justicia, a ustedes los Dalton».»Para ellos, representantes de los oligarcas, es asunto de los ex guerrilleros, y que con nuestro pan nos lo comamos», «¡A la puta!»

Vuelve a su cuarto de hotel y ordena sus ideas, se sienta frente al ordenador a redactar el reportaje del día. Las calles se han pacificado, al menos se puede transitar por ellas sin los sobresaltos de antes. El precio ha sido decenas de muertos, heridos, encarcelados, la mayor parte pandilleros maras y otros, contra las que el gobierno de ARENA mantiene una política de cero tolerancia apoyándose en el ejército y en las policías, practicando razzias en las barriadas y fusilamientos a luz del día, en un declarado afán de acabar con ellos a base de una brutal represión que recuerda la táctica de tierra arrasada llevada a cabo durante la guerra de guerrillas. En lo que concierne al FMLN ha extendido su mano a los jóvenes pandilleros, prometiéndoles garantías una vez ganada la presidencia, posición acremente criticada por los areneros. En medio del conflicto las negociaciones avanzan hacia el acuerdo de que se realicen nuevas elecciones en un plazo de tres meses.

Ha decidido quedarse a vivir en su país, pese al desastre. Lo comunica a su querida madre en la Habana, que ya se quedó a vivir allá y se ha vuelto habanera, y también a su hermano Jorge que vive temporadas en distintos países. Pase lo que pase se queda en San Salvador.

El tiempo se esfuma. Como era previsible, la ex guerrilla triunfa por primera vez en las urnas, su candidato Funes es presidente electo y llama a la reconciliación de los salvadoreños. Hay euforia manifiesta en las calles, como animadas de fiesta y sin el crespón luctuoso que flotaba en el ambiente. Hasta en él, escéptico por naturaleza, se reanima la confianza de que se haga justicia.
Sigue paso a paso la evolución de los acontecimientos, las declaraciones del presidente, que en una entrevista se declara admirador del poeta Dalton, a quien dice se le va a dar todo el reconocimiento que merece. Su nombre estará inscrito en recintos culturales, sus obras serán editadas en grandes tirajes, sus poemas aparecerán en los libros de texto para que cada niño y joven salvadoreño lo conozca; aunque por naturaleza escéptico, se contagia de optimismo.

Sostiene amigables veladas con amigos del FMLN, bebiendo ron, fumando. Lo dicho, la justicia para el poeta está a la vuelta de la esquina. Festinan, alegres por la familia, por ellos, Juan José y Jorge, también por la respetable viuda, su señora madre Aída que estoica espera noticias en su casa de la Habana vieja.

Es un verano lluvioso que lo obliga mantenerse largas horas encerrado en su hotelito del centro histórico, hasta que escampa y puede salir a recorrer las anegadas calles, recoger las impresiones que más tarde envía como crónica a El nuevo caimán barbudo de sus amigos cubanos.
El último día de agosto Funes da a conocer su gabinete. Todo bien, nombre por nombre, justificados para el cargo. Hasta que menciona que la Dirección de Protección Civil y Asuntos de la Vulnerabilidad queda a cargo de Meléndez.

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